Cierto día de verano mi madre tapó mis ojos y me llevó, desde el dormitorio que compartía con mi hermano, a otro dormitorio no ocupado de mi casa. Me destapó la mirada y apareció ante mí un verdadero milagro.

Vi asombrada que mi madre no sólo había destinado esa pieza para mí, sino que se había abocado a componer, con el mayor esmero, una habitación de mujercita tal y como ella lo soñaba para su hija: el rosado en los muros, cubrecama y hasta el basurero tenía mi color favorito, todos los detalles, cortinas, bajadas de cama, lámparas revelaban su preocupación, y creo que fue uno de los momentos de más intensa felicidad en mi infancia.

No sólo me habían impactado la verdadera transformación que había experimentado esa habitación antes desocupada sino, más que nada, el cariño que con eso me demostraba mi madre. Fue, además, mi primer encuentro con la magia de la decoración. Así, muy pronto entendí que el espacio donde vivíamos, donde hacíamos la vida, era fundamental, que buena parte de la belleza podíamos proporcionárnosla nosotros mismos con todo aquello que está a nuestro alrededor.
Los objetos que nos rodean dependen solamente de nuestra voluntad, nuestro cariño, nuestro oficio, nuestra dedicación. Nosotros muchas veces no podemos elegir ni la ciudad ni el paisaje, pero sí podemos determinar el hábitat donde hemos elegido pasar nuestros días. Pero todo ello, requiere de nuestra propia voluntad.
En lo personal, debo decir que mi vida sería tan rosa como los muros de mi habitación de infancia. Tuve una vida acomodada, despreocupada, satisfactoria, a los ojos de cualquiera. Todo eso a simple vista, o a vista de un espectador ajeno. Pero en algún momento, esa misma vida me golpeó duramente. La mayor prueba a la que pueda ser sometido el ser humano. Esa experiencia, me obligó a revisar todas las categorías conocidas hasta entonces. Entre ellas, mi confortable y convencional existencia. Comprendí que necesitaba volcarme en algo que les diera un nuevo sentido a las cosas. Y dicha experiencia, me conectó con la naturaleza como nunca antes lo había experimentado.

Comencé a reparar en aspectos en los que nunca me había detenido, como el brillo y el movimiento de las hojas, los distintos tintes de un atardecer y la variedad de azules y verdes del mar. La maravilla de la composición de los paisajes, las ciudades que fui viendo y el arte contemporáneo, al cual me acerqué con pasión, todas estas experiencias eran una misma sola, experiencias de orden estético que, sin embargo, me producían una indecible paz; pero, debía yo también expresar todo aquello, esas armonías, esas composiciones, esos detalles cargados de belleza y que tanto bien me habían hecho al espíritu.


Es por eso que el lugar donde habitamos, debe ser el que exprese e irradie nuestro ser, nuestra visión del mundo, nuestra individualidad. La propia identidad es el principal refugio de cada uno de nosotros. Es estar “bien en tu piel” y la casa de uno es también esa piel. ¡Qué largo trabajo fue comprender eso!
Mi casa, mi propia casa, pasó a ser un verdadero laboratorio de mi creatividad. Experimenté con un sinfín de posibilidades, las más expresivas, a veces las más discordantes, pero ya estaba avanzada en la búsqueda, ya me había liberado, había en mi casa no sólo un refugio, sino además una muestra palpable de mi personalidad. Es lo que yo creo debe ser cada casa, de cada uno.
Debía comenzar por aquello que me rodeaba. Mi entorno estaba hecho de ocres, grises, burdeos, café, beige, caoba, mármol, eran, en suma los colores convencionales de todo aquello que se denomina una “casa bien puesta” y no expresaba el ser rebelde que había surgido en mí luego de aquella traumática experiencia. Esa paleta de colores no me satisfacía, no me expresaba y mi casa era bonita, no había duda de ello, pero era igual o la misma de tantas otras casas que veía en amigos o conocidos de similar situación social. Encontraba en ellas, una pasmosa uniformidad, una unidad de estilo tan plana que en ningún caso podía expresar la individualidad y singularidad de los ocupantes de dichas casas.

En todas ellas había un “especial cuidado” por no arriesgar, por no ser diferentes, por no salirse de la norma, y estaban más determinadas por la norma social que por la creatividad. Sin pecar de exceso de criticismo, sentía que les faltaba a aquellas casas algo, “alma”. Y desgraciadamente lo mismo podía decirse de mi propia casa.
Y la casa, es el lugar donde habitamos, donde vivimos, donde deseamos ser felices, donde pasamos el mayor tiempo de nuestras vidas, donde encontramos el descanso, el cobijo, donde está anidado nuestro amor, nuestros seres queridos. Fuera de casa el mundo es hostil, en casa es donde estamos con nosotros mismos, donde volvemos a nosotros mismos.